Wednesday, April 24, 2013

Sobre el libro de Piedad Bonnet “Lo que no tiene nombre”


En el Retrato de Dorian Gray, el personaje Basil Hallward se opone a que se exponga su pintura aduciendo “tengo miedo que se exponga el secreto de mi alma”. A la escritora Bonnet le pasa todo lo contrario, no teme en exponer su alma. No tiene otro camino, su libro trata del suicidio que comete su hijo Daniel para ponerle fin a varios años de sufrimiento a causa de la esquizofrenia.

El nombre del libro es bellísimo. Las muertes de los conyugues y los padres tiene nombre (por eso tenemos viudas y huérfanos) pero no hay ningún nombre para la muerte de un hijo (No conozco un idioma en que la haya, luego de preguntar en alemán, portugués, inglés, italiano, francés, turco y árabe). Podría ser porque el dolor es tan grande que no se puede limitar, no se puede enfrascar en una palabra (Claro, no faltará el leguleyo que pueda decir que por razones jurídicas no ha existido la necesidad de crear la palabra). La autora nos guía porque eligió este nombre, citando al escritor Peter Handke “[…] esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre con segundos de espanto para los que no hay lenguaje”.
A un buen nombre, le sigue un gran contenido. Es imposible, para los que hemos sentido un gran dolor, nos encontrarnos en sus palabras. La descripción de esas horas y días después de la muerte de un ser querido, cuando la cotidianidad continúa (empacando para ir a NY donde está el cadáver de su hijo) pero en su cabeza sólo se repite “Daniel se mató”. Lo mismo yo sentía cuando me bañaba, o me vestía, en mi cabeza se repetía “mi papá se murió y nunca lo volverá a ver”.
Uno también se encuentra en el libro con esa desarmonía que existe entre el interior y el mundo exterior. El sentir que en la vida de uno hubo un gran impactó, pero la naturaleza (arboles, parques, atardeceres) y los burócratas  (funcionario de inmigración) siguen iguales. Una desconexión entre el interior que acaba de recibir una golpiza, y un exterior que está intocable, impermutable, indiferente.
Luego el recuerdo de las fotos, esas fotos como bien ella lo dice  “lo petrifican, lo fijan, lo condenan a una realidad estática que amenaza con suplantar las otras, las vivas”. Después de 10 años de haber fallecido mi padre, estas palabras se vuelven muy ciertas. Cada día que pasa es más difícil recordarlo en movimiento, en acción, y cada vez solo me queda de recuerdo su cara, su sonrisa y su mirada inmovil.
Este libro tiene la virtud que sus palabras (en especial en sus primeras 40 páginas) alcanzan a describir en un gran porcentaje la diversidad de emociones que se sienten en un duelo. No existe nada más difícil para un artista que poder expresar esos sentimientos con las herramientas del arte. Podemos sentirnos enamorados, pero ningún escrito, ninguna pintura, ninguna película puede captar en la totalidad este sentimiento.
Esto me recuerda una  entrevista dada por el escritor Neoyorquino Paul Auster “Tenía 31 años. Era un momento muy duro en mi vida. No tenía un peso. Mi primer matrimonio había terminado. No había escrito nada. Una noche, un amigo pintor que tenía una novia coreógrafa me invitó a un ensayo de una nueva pieza suya, en Manhattan. Encontré el baile muy hermoso. Me conmoví. Pero luego, cuando la coreógrafa comenzó a explicar su obra, sus palabras resultaron inútiles, inadecuadas. Fracasaron en capturar lo que yo acababa de ver. Sentí una liberación, como si dijera: las palabras no pueden hacerlo todo, las palabras fallan, no son capaces de expresar la riqueza de las experiencias. Por lo tanto, si uno quiere ser escritor debe entender que cualquier esfuerzo que haga va a ser un fracaso de una u otra forma”.  En esto radica el talento de Bonnet que su descripción de duelo está lejos de ser un fracaso.
Luego describe la evolución de la enfermedad de la esquizofrenia en su hijo (una persona que encontró en el arte su gran pasión, pero al mismo tiempo gran incertidumbre y dolor), donde describe el esfuerzo que el hijo hacia para ocultar su enfermedad y poder mostrarse como una persona normal (Roberto Bolaño tiene una frase cruel pero cierta “el sano rehúye al enfermo”, su temor a que las personas se alejaran podría ser su mayor motor para mostrarse como uno más). Muy difícil ser normal cuando hay visiones, cuando se oyen voces, cuando hay ataques paranoicos, y se sufre de delirios de persecución. Cuando el miedo a fracasar se agudiza a múltiplos que una persona sana desconoce. Como poder vivir si se tiene que hacer un esfuerzo enorme para diferenciar la realidad exterior con la realidad que muestra la enfermedad. Acá el libro plantea una visión más generosa del suicidio. Ya no se ve el suicidio como algo oculto, como un hecho del que se debe hablar en voz baja, como una mancha en una familia. Sino el suicidio visto más como una eutanasia, como la única salida para ponerle fin al sufrimiento que genera una enfermedad mental.
Al final del libro justifica por qué lo escribe. Sus palabras logran tocar las fibras del más insensible. Estas son los mejores apartes: “Porque narrar equivale a distanciar, a dar perspectiva  y sentido”, “Porque la escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas”. Pero es en su última página es donde nos revela la totalidad de su alma “(…) he tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”.

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