Hace un par de años salí con una francesa que era feminista, al volver de un viaje le regalé un delantal con la leyenda “Jamaica No Problem”, ella se rio, lo tomó tan bien que pasadas las semanas se acordaba y se sonreía. Ella es el tipo de persona con la que me gusta estar. Aquellos que se toman la vida en broma tienden a hacer las observaciones más agudas. Ella, a quien le agradezco muchas cosas, fue la primera en hacerme ver los serios problemas, que por lo general, tienen los hombres para expresarse. Es cierto, mirándome y mirando a mis amigos, existe una tendencia: Los hombre nos avergonzamos de llorar, hasta el punto de reprimirnos, y de ya no saber, ni poder llorar.
Lo que ella me había ensañado lo volví a recordar hace pocas semanas cuando
estaba en la playa, a pocos metros una hija discutía con su madre el mismo
asunto: “No hay nada más antinatural que no lloren, es lo mismo que si algo les
parece divertido, y se reprimen el deseo de reír”. Cierto, el problema es que llevamos
tanto años reprimiendo el llanto, que paradójicamente el no llorar se está
volviendo el comportamiento natural, el que espera una sociedad donde solo hay
espacio para la felicidad y el éxito, donde las lagrimas, las frustraciones y
los problemas deben ser ocultos en un rincón invisible donde poco puede acceder.
Todo comienza a temprana edad, durante esa transición entre bebé y niño,
cuando las figuras de autoridad empiezan a decir: “Habla, no llores”, “Ya eres
grande, ya no eres un bebé, ya no debes llorar”, “los niños no lloran”. Esto se
complementa, con la presión de grupo (y su arma el matoneo), donde el niño que
llora es víctima de burlas y señalado por los otros de débil y afeminado. Donde
sus lágrimas se convierten en un incentivo, para convertirlo en la principal
fuente de ataques, molestarlo hasta hacerlo llorar pareciera la estrategia.
Crecemos con esa educación de “comérnoslo todo”. No tengo datos de la
siguiente afirmación, tampoco pretende ser científica, pero viendo a mí
alrededor una de las principales razones por las que el hombre (me incluyo)
toma mucho más que la mujer, es porque al estar desinhibido es libre de expresarse.
Con los tragos empiezan a exteriorizar esa molestia que llevan por dentro, esa
declaración que tienen guardada. El
alcohol como mecanismo de desahogo.
Pero en el pasado así no era como funcionaba, muy bien lo dijo Amalia Iriarte
profesora de la Universidad de los Andes, “yo no entiendo en qué momento de la
literatura los hombres dejaron de llorar en público”, la referencia la hacía
con respecto al llanto de Aquiles por la muerte de Patroclo a manos de Héctor. No
hay que ser un estudioso de la Iliada para recordar como Aquiles se la pasa
llorando (berreando) por gran parte de la historia. Aquiles es un guerrero y
más hombre que cualquiera de nosotros, (ni los aqueos lo dejaron de respetar,
ni los troyanos le dejaron de temer por su llanto).
En algún momento de la historia todo esto cambio, ahora es rarísimo ver a
hombres llorar en público, al punto que si yo veo alguno me quedo mirándolo. Pareciera
que el sitio elegido para llorar se ha vuelto la ducha, donde el llanto se
ahoga y las lagrimas se camuflan.
Una de las imagines que recuerdo fue ver a varios de los jugadores de la
selección Argentina de rugby (Los Pumas) llorar luego de perder la semifinal
del Mundial de 2007. Ver llorar a hombres de ese tamaño, jugando el deporte más
rudo que existe es una imagen surrealista (video https://www.youtube.com/watch?v=W15t0raBskg).
Otra situación atípica es John Boehner, el vocero de la Cámara de Representantes
en los EE.UU (el cargo más alto que se puede tener en la Cámara), un
republicano de Ohio que se ha dado a conocer por ser muy sensible, hasta el
punto que en las entrevistas llora al describir como logró el sueño americano.
Además, llora en sus discursos, y hasta cuando pasa por una escuela, según él
por la responsabilidad que tiene que estos niños también puedan realizar the american dream. Pero estas puede ser
lagrimas electoreras, porque en un mundo político tan artificial y tan falto de
naturalidad, unas lagrimas espontaneas pueden traducirse en resultados
positivos en las urnas (La revista Politico escribió un artículo titulado “Weeper of the House”).
Estos son casos aislados, tanto así que se pueden enumerar, y no hay otros
que se me ocurran, más allá del llanto callado en los funerales, de los delincuentes
arrepentidos, y de lagrimas de emoción por un triunfo deportivo. Lo común, y me lo han dicho amigos, más en tono
de vergüenza que de orgullo “yo no sé llorar”. A mí
también me cuesta, porque años de reprimir el llanto, no se cambia sólo con la
consciencia que esto no es natural. A final de año vi unos grandes amigos,
después de muchas risas, buena comida y conversaciones inteligentes y otras no
tanto, fue el momento de despedirme, al darnos el abrazo tuve que contener las
lágrimas, es muy duro despedirse de la gente que uno quiere, después me
cuestioné por qué lo había hecho, por qué no me deje llevar por el llanto.
Todavía no lo sé, tal vez si hubiera durado más tiempo con la francesa, el
llanto hubiera fluido de manera natural, como debería ser.
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